No sé si fue por aquella película de Julio Iglesias “La vida sigue igual” o por la forma en la que el mar, desde aquí, se abre como si ofreciera otra vida posible: más clara, más azul, más lenta. Un mar doble que rodea sin apretar, como si abrazara desde lejos. Fue entonces, mucho antes de mí, cuando mi padre —sevillano viviendo en Alemania— se enamoró de La Manga. Y yo, que crecí entre inviernos largos, manzanas y una lengua que no era la suya, heredé de él ese deseo de regresar a un lugar donde, aunque no nacieras, algo en ti sí lo hizo.
Desde entonces, cada verano veníamos. Como quien necesita confirmar, al menos una vez al año, que la vida sigue igual, pero en otro lado.
Veníamos desde lejos. Unas veces yo con mi madre en avión; otras, los tres en coche. Un viaje eterno con paradas marcadas por mis náuseas. Luego, ya desde España, seguíamos viniendo. Primero con mis padres, luego con mis amigos, después con esa voluntad obstinada de repetir un paraíso que ya tenía algo de costumbre. Una rutina heredada.
Creo que esta casa la imaginé cuando tenía catorce años. Ese verano me quedé en agosto con mi abuela y su marido. Una tarde, sin rumbo, eché a andar sola por una colina de arena donde nunca pasaba nadie. Arriba no había nada. Sólo una extensión lunar, seca, vacía. Pero desde allí se veía el mar en dos direcciones y, en la Isla del Ciervo, un chiringuito con música —Chaka Khan, tal vez— y cuerpos bailando como si la vida se redujera a esa canción. Me quedé un rato mirando y pensé, sin dudar, algún día viviré aquí arriba.
Y así fue. Años después y por amor, pediría el traslado. De Murcia a La Manga. De lo incuestionable a lo que parecía un sueño cumplido. Y me compré esta casa, justo en aquella colina.
Duró un curso. Sólo uno. Al poco tiempo empezó mi trayectoria internacional. La vida —mi vida— no se construía aquí, aunque volviera, aunque siempre acabara volviendo. Sólo pasé una temporada más larga durante la pandemia, cuando me ofrecieron un trabajo en Connecticut y lo rechacé, sin saber si estaba protegiendo algo o aplazando otra despedida. Si la hubiera aceptado, tal vez no estaría escribiendo esto.
Odi et amo, decía Catulo. Y La Manga me despierta esa misma contradicción: una nostalgia dulce que, al mismo tiempo, me quita el aire. Como si el cuerpo —más sabio que la memoria— entendiera que este lugar nunca fue del todo mío. O que lo fue, pero sólo mientras aún creía que podía quedarme.
Cuando estoy aquí, todo se me vuelve estrecho. El calor espeso. El turismo desbordado. El invierno sin tránsito, en el que a veces pienso que sólo falta una planta rodadora cruzando la Gran Vía… pero no. Ya la he visto.
La Manga es un lugar que no gira, sólo da vueltas sobre sí mismo. Y su gente, también. Hay una endogamia flotante —no de sangre, pero sí de costumbres—. Las parejas se reorganizan como piezas repetidas: se casan, se separan, se reagrupan. Lo curioso —y perturbador— es que todo encaja con una naturalidad pasmosa: el exmarido de una se va con la exmujer de otro, que antes estaba con la madre de no sé quién, que a su vez fue pareja del hijo del panadero. Y todos coinciden en cumpleaños, en la puerta del colegio, en el Mercadona o en la fiesta local. Nadie se inmuta.
Lo he vivido de cerca. He tenido tutorías donde los apellidos compartían más camas que vínculos escolares. Y no sé si este tipo de cruces se debe a la escasez de “mercancía”, al aburrimiento de un invierno sin estímulos, o simplemente a la comodidad de tenerlo todo cerca: el mar, la expareja, el próximo error.
Quizá hay una lógica en este movimiento circular. Como si el mar, al cercar por ambos lados, empujara a las almas a reencontrarse una y otra vez bajo otras formas. Las mismas personas. Los mismos giros. Toda flota. Todo vuelve. Nadie entra. Nadie sale del todo.
Los extranjeros, por su parte, viven en otra capa de realidad. Ingleses, alemanes, suecos, noruegos, rusos. Llevan aquí veinte, treinta años, pero siguen pidiendo “una cerveza, por favor”, como si el idioma se redujera a eso. Es casi lo único que saben decir. Hay una colonia entera al final, encapsulada, que vive al margen del clima, de la lengua y del paisaje.
Durante un tiempo, di clases de español a un grupo de ellos. Aprendieron poco, pero nos reímos mucho. Había algo entrañable en ese esfuerzo por conjugar mal los verbos. Yo les explicaba lo básico, ellos me ofrecían té o cosas de su supermercado británico y me contaban historias que rozaban la ficción, Como aquel día en el que una pidió un kilo de “polla” creyendo que hablaba de pollo. La carnicera, sin inmutarse, le respondió: “Ya lo quisiera yo para mí”. Y ella, desde entonces, se pasó al pescado.
A veces me pregunto si fui su profesora o su entretenimiento. Imagino que ambas cosas. Pero durante unas semanas, compartimos una lengua inventada entre el castellano, el inglés y el absurdo. Aún hoy, cuando me ven por la Gran Vía, me saludan: “Come here, Anabel! Una cerveza, por favor”. Y nos reímos. Como si todo aquello hubiera pasado en otra vida.
También tengo la certeza de que hay testigos protegidos. Gente que fue trasladada aquí para desaparecer. Porque esta lengua de arena, con su único acceso y su forma de trampa encubierta, es el escondite perfecto para quien no quiere ser encontrado. Me pasaba a menudo; conocía a alguien, hablábamos, nos saludábamos al cruzarnos en un bar, en la misma silla de la misma terraza. Incluso compartíamos un gesto de familiaridad, como si eso pudiera crecer. Y de pronto, desaparecían. Sin dejar rastro. Como borrados.
Aquí la gente no se despide. Simplemente se disuelve.
Y hay otros que se esconden sin papeles del Estado, pero con el mismo cansancio a cuestas. Divorciados que se quedaron con la casa de la playa. Personas que sólo trabajan durante el verano y se diluyen el resto del año. Algunos que no trabajan nunca. Almas flotantes que se drogan por puro aburrimiento. Hay algo aquí —no sé si es la sal, el viento o la repetición— que desajusta los mapas mentales.
Y pese a todo, La Manga tuvo su momento. El casino, el Zoco, las Dunas, que ya no están o ya no son ejemplo de lo que fueron. Los turcos que dejaron su nombre en una playa. Hubo un tiempo en que todo parecía recién estrenado, como si el verano no pudiera terminar nunca.
Las playas siguen siendo hermosas, sí, pero ahora están cercadas por estructuras agrietadas, edificios que ya no prometen lo que un día ofrecieron, como si el decorado se hubiera cansado de sostener la ilusión. Y, además, parceladas sin necesidad de vallas: en el Mar Menor, los jubilados y los niños chapotean como si el tiempo hubiera decidido estancarse allí; en el Mediterráneo, según el tramo, se reparten los cuerpos trabajados, los tatuajes simétricos, las prótesis, los labios recién salidos de fábrica y los chicos de pectoral. Cada playa con su tribu. Cada arena con su casting.
Muy al principio, creí que podía quedarme y compré la casa sin pensarlo, como quien se lanza al mar sin saber si hará pie. No era la vida que había soñado, ni se le parecía, pero tenía una dulzura mansa, una calma que entonces me pareció suficiente. En los comienzos del amor —cuando una aún cree que basta con querer— todo parecía posible.
Lo cierto es que incluso entonces ya estaba medio fuera: a los pocos meses me fui al extranjero y esta casa quedó reducida a lo que quizá siempre fue: un lugar donde dejar las cosas que una no sabe si guardar o soltar. Libros. Discos. Ropa. Trozos de vida envueltos en polvo lento. Tal vez porque entonces yo tampoco me conocía del todo. Porque nunca he sabido detenerme. Y ahora, que sé quedarme sin temer el momento de partir…
En la urbanización de enfrente han puesto en venta una casa que siempre me había mirado de reojo. La he observado durante años, como se mira a quien sabes que también te mira. Tiene una terraza enorme orientada a poniente y ese aire melancólico de las cosas que parecen esperarte si sabes verlas bien.
Apenas llevo cuatro días aquí y ya he buscado el anuncio más de una vez. Lo he leído en voz baja, como quien repite el nombre de alguien que sigue viniendo a tu memoria sin querer. Y me he sorprendido imaginando cómo sería vivir allí. No volver, sino quedarme diferente. Volverme otra o, quién sabe, la misma.
Porque lo cierto es que La Manga siempre está igual. Lo de siempre. Los de siempre. Y yo, volviendo, yéndome. Buscando casa. Al fin y al cabo, esa casa está en la misma colina donde soñé esta en la que estoy.
¿Y si fuera esa? ¿Y si esta vez sí? ¿Y si no me quiero ir?
¿Y si…
la vida sigue igual?