Esta mañana me ha llamado una amiga. Tenía la voz apagada, con ese tono de quien ha dormido mal y ha llorado peor. Me dijo: “Otra vez. Ha vuelto a pasar”. No necesitó decirme más. Ya sabía a quién se refería. O mejor dicho: ya sabía el tipo de historia. Cambia el nombre del hombre, cambia la cara, el contexto, incluso el tipo de emoji que usa… pero no cambia el fondo. Todo se repite: la intensidad desbordante del inicio, la entrega, las pequeñas señales que el cuerpo detecta antes que la mente, la justificación constante, el cansancio emocional. Y luego, como un trasfondo inevitable, la nada.
Al otro lado del teléfono, yo hago lo que suelo hacer. La escucho, la acompaño y le doy lo que me ha salido siempre con naturalidad: explicaciones lúcidas, análisis certeros, palabras que suenan bien. Le hablo de apego ansioso, del refuerzo intermitente, de dopamina, de cómo confundimos deseo con destino, y de cómo se repite lo que no se repara. Me escucha en silencio. Se calma un poco. Le noto la respiración más lenta. Quizá anota mentalmente lo que digo. Quizá y, muy probablemente, no.
Mientras hablo, hay una parte de mí que se observa desde fuera. Y pienso, “esto lo podrías estar leyendo en un artículo o en youtube”. Esas mismas ideas aparecen en libros, en vídeos, en entrevistas. Son compartidas una y otra vez, en redes sociales, en grupos de WhatsApp, en conversaciones ajenas. Sabemos el discurso, sabemos el diagnóstico, sabemos qué pasa. Y sin embargo, seguimos cayendo.
Yo estudié Psicología, pero no para salvar a nadie. Lo hice por pura fascinación. Al principio fue una búsqueda literaria; quería entender la mente de los escritores, los mecanismos que detonaban la creación, las heridas que se convertían en belleza. Años más tarde lo retomé con otra mirada, más antropológica. Quería diseccionar conductas, entender por qué nos enganchamos a lo que nos daña, por qué insistimos en lo que no responde, por qué repetimos vínculos que ya sabemos fallidos. Lo hice para mirar mejor, para escribirme mejor, no necesariamente para corregirme.
Pero tal vez sí, un poco, porque como decía Dickens, grandes eran las esperanzas... pero no siempre los finales, y nadie huye cuando se va con los ojos bien abiertos.
Y sin embargo, claro que he esperado mensajes. Claro que he refrescado pantallas y he escrito respuestas que nunca llegué a enviar. Claro que me he contado cuentos porque se me da genial narrar excusas ajenas.
A veces, mientras consuelo a mi amiga, me sorprendo escuchándome. Me digo, “Anabel, qué bien hablas, qué claro lo ves”. Y a la vez me acuerdo de todas las veces en que haberlo sabido no me sirvió de escudo. Porque entender algo no te protege de sentirlo. Saber a veces no te salva, simplemente hace que duela de forma más sofisticada.
Mi amiga volverá a engancharse, no tengo dudas. Será otro hombre, con otro nombre, que al principio parecerá distinto… hasta que empiece a parecerse demasiado a los anteriores. Y yo volveré a coger el teléfono. La escucharé con calma, sin juicio, como siempre. Porque a veces, eso es suficiente y porque no siempre hace falta decir nada más.
Pero hoy, mientras pienso en esto, hay algo que lo eclipsa todo. Hoy tengo que decidir si dejar ir a mi gato Patata. Mi primer gato. El que me convirtió en amante de los felinos sin yo haberlo buscado. El que ha estado conmigo en más casas, más ciudades y más versiones de mí que ningún otro ser humano. Dieciséis años a mi lado. Ha dormido en mis pies, en mis libros, en mis maletas. Ha viajado conmigo por el mundo. Me ha mirado siempre con esa calma suya, silenciosa y constante, como si supiera exactamente en qué punto estaba yo, incluso antes que yo misma.
Hoy lo miro y veo que se apaga. Veo que le cuesta. Y también veo que no se quiere ir. Me lo dicen sus ojos, que son los mismos desde siempre. “No me quiero ir. Te quiero.” Y me destroza. Porque no sé si lo estoy reteniendo por amor o por egoísmo. No sé si alargar esto le alivia o le hace daño. Sólo sé que lo amo y que siento que no hay decisión buena cuando la pérdida se instala.
En estos días me resulta evidente lo que realmente importa. No son los hombres que no saben querer. No son los mensajes que llegan tarde. No es todo el teatro pseudoamoroso que aprendemos a analizar como si nos fuera la vida en ello. Lo importante es esto. Un cuerpo diminuto que ha estado conmigo en cada duelo, en cada mudanza, en cada noche sin respuesta. Lo importante es estar, y también saber dejar ir sin traicionar el amor que queda.
A veces pienso que todos los vínculos emocionales, todos los nexos fallidos, todas las llamadas de amigas rotas, no me han enseñado tanto como él. Un gato que nunca supo hablar, pero que siempre me eligió como si fuera su único mundo.
A Patata. Que siempre estará.
❤️❤️❤️